sábado, 27 de febrero de 2010

ESTAMOS SOLOS AQUÍ


estamos solos aquí

los libros y el gato y el
río y las calles y las piedras
y los cigarrillos y el papel
y las risas y las mentiras y
los pecados y el vino y los
mosquitos y las peleas y
el periódico y el televisor y
las banderas y el poema y los
ojos y las armas y la culpa
y los insultos y el humo y
los besos y la cruz y las
escaleras y la casa y
todos nosotros estamos solos,
inexplicablemente solos

pero no lo sabemos

jueves, 25 de febrero de 2010

GIMME DANGER



"Dame daño, pequeño extraño", aunque la traducción exacta sería dame peligro, pequeño extraño. y tampoco, porque "Gimme" no es exactamente dame, es give me, dame, pero dicho con la voz cansada de cualquier día. La rima importa. Danger, Stranger. La rima hace que pienses que hay una lógica en las cosas, y la lógica calma un poco, tranquiliza. Por eso prefiero dame daño, pequeño extraño. No hay que ser masoquista para querer daño. Cuando te aplasta todo piensas que en el daño, en el peligro hay una salida más creible que la que puede haber en la tele, el viento sobre nuestro cuerpo y las palabras.
EN LA CAMA - DAVID GONZALEZ

en la cama,
con las manos cruzadas por detrás de la cabeza,
con la ventana abierta,

que mis amigos me vendieron
como carne en la carnicería,
que mis amigas tenían muy buena cara
pero muchas puñaladas;
y sé
que ese coche
que está aparcando
no lo conduzco yo,
que ese perro
que ladra
no es mi perro,
que ese niño
que grita
no es mi hijo,
que esa mujer
que se ríe
no es la mía,
que esa puerta
que se abre
no es la de mi portal,
que esa persiana
que se baja
no es la de mi habitación;
y sé también
que pronto oscurecerá
y que yo, una vez más, un día más, no tendré
ni fuerzas
ni ánimos
para levantarme
y encender
la luz.
PERSEVERANCIA

El teléfono suena en plena noche, a las dos de la mañana, dándome un susto de muerte. Me levanto de la cama, enciendo el interruptor y cojo el auricular al cuarto timbrazo. Es mi madre, que llama desde su casa en Seattle.
- ¿Te he despertado, verdad cariño?
- No importa. ¿Qué pasa? -digo, más ansioso de lo que quisiera parecer.
- Lo siento –dice ella, con un tono de voz como si no lo sintiera nada-. Hoy las cosas se han desmandado un poco aquí. Tu padre se esta comportando como… no sé, siento haberte despertado.
- En serio, mamá, da igual. No estaba dormido –miro la cama. Mantas y sábanas se han salido del pie de la cama. Si quiero volver a dormirme, no tendré más remedio que volver a hacer la cama desde el principio-. ¿Qué ha pasado?
- Tu padre se ha enterrado en aquellos catálogos de carreras de caballos otra vez. Ahora es la época del año en que se los envían todos. Llega una caja entera y se los lleva ahí arriba, al estudio, como si estuvieran vivos. Se encierra y no quiere salir. Hace días que no baja. Una semana, como mínimo.
- ¿Una semana?
- Una semana seguida. Fuma sin parar. Es lo único que hace, aparte de leer los catálogos. Fuma y tose. La casa entera huele a humo. He subido a llevarle bocadillos, pero ni los prueba. Solo fuma y lee. No quiere hablar con nadie. No me abre la puerta. No sé que puedo hacer ya.
Mi madre se halla en ese estado de alta energía nerviosa que deparan las crisis: una mezcla de burbujeo inquieto y de extenuación subyacente, cada uno de los cuales alimenta al otro. Voy a la cocina con el teléfono y me siento en una silla. Enciendo un cigarrillo y miro por la ventana a la calle, iluminada por las luces de bario-sulfuro. No hay luna.
- ¿No come nada? –digo sin motivo aparente, excepto que se me ocurre. Siempre es lo mismo.
- No. Bueno, por la noche le he oído bajar a la cocina y hacerse algún bocadillo. Durante el día no sale de su cuarto. Tu padre chochea. No atiende a razones. No escucha nada –mi madre da un sorbo a algo que lleva cubitos de hielo y suspira. Sus costumbres en cuestiones de bebida han cambiado a lo largo de los años. Tiene sesenta y un años y cuando se casó con mi padre apenas probaba el alcohol pero desde hace un tiempo ha pasado por varias fases que van del bourbon con naranja a los gimlets de vodka-. Yo ya no sé que hacer. ¿Podrías venir y hablar con él? Es lo único que te pido.
- Mamá, ¿estás bebiendo?
- Necesitaba calmar los nervios. ¿Vendrás? ¿Hablarás con él?
Doy una calada al cigarrillo y lo dejo sobre el fregadero, consumiéndose.
- Mamá, esta semana tengo ese seminario en la universidad. No puedo ir. Ya te había dicho que es muy importante. Quizás me hagan fijo. ¿Por qué no se lo preguntas a Jessie? Ella tal vez, pueda acercarse hasta allí. Además, no creo que sea tan grave. Cuando se canse de los caballos, remergerá a la luz del día- digo con optimismo.
- Jessie es una calamidad, ¿y no puedo contar contigo, hijo? –pregunta con voz gélida.
- Mamá…
- Si ya lo sabía yo –suspira y oigo como deja caer el vaso en la pila del lavaplatos-. De tal palo tal astilla. Eres igual que tu padre. No puedo contar con vosotros nunca. Solo te pido que te acerques hasta aquí y hables un poco con él, le hagas razonar –me dice con esa voz insistente de niña pequeña que conozco desde hace mucho tiempo.
- Mamá, es imposible. Díselo a Jessie y si no me acercaré la próxima semana en cuanto termine el seminario.
Siguió un silencio oneroso durante el cual me sentí como un niño que busca aprobación o que, en todo caso, trata de evitar una censura. Sentí como mi madre se ponía rígida y agarraba el auricular con fuerza. No consentía que la contradijesen.
- Eres hijo de tu padre. No me digas que remergerá a la luz del día. Pamplinas. Me envenena la vida. Tu padre no esta bien. Esta obsesionado con los caballos y no hay manera de sacarle de su habitación. Vivo con un extraño. Se podría decir que vivo sola o que he alquilado la casa a un fantasma. Tienes que venir a verle y hablar con él.
- Mamá, no puedo ir, ya te lo he dicho. Podrían hacerme fijo.
Una pequeña pausa en la que pienso en la posibilidad de no asistir al seminario. Cojo el cigarrillo olvidado y le doy una calada. El humo se eleva hasta el techo y envuelve los tubos fluorescentes de la cocina.
- Bueno hijo, tú sabrás. ¿De verdad, podrían hacerte fijo?
- No sé. Es una posibilidad. El claustro se reunirá con el decano y puede que al final me den la plaza. La verdad es que ya estoy harto de ponencias y sustituciones.
- ¿Cuánto durará el seminario?
- Toda la semana. Ya te lo he dicho –una pausa en la que oigo como le da un sorbo a su bebida-. ¿Cómo están los groselleros?
- Los empecé a podar ayer. No han dado mucho este año. Los festoncillos se helaron este invierno y han dado mucho menos.
La imagino inclinada sobre los arbustos recogiendo las grosellas con unas tijeras mientras mi padre permanece en la casa, encerrado, estudiando las apuestas y las carreras. ¿Por qué queremos –necesitamos- ver la vejez como una época de serenidad? Los movimientos se han hecho más lentos y la sangre ha perdido espesor. Los ardores se han apagado.
Apago el cigarrillo en el fregadero y lo tiro a la basura.
- Mamá, tengo sueño y debería irme a la cama. He tenido un día complicado. Tú también tendrías que hacer lo mismo. Es muy tarde. Estaré ahí la próxima semana. No creo que lo de papá sea para tanto. Es solo una distracción.
- Seguro –dice, con ironía-. Entonces, ¿no vienes?
- No, mamá. Dentro de unos días estaré allí. Vete a la cama. Son más de las dos y media de la madrugada. Tengo que dormir algo.
- Muy bien, hijo. Tenemos ganas de verte. Suerte con lo del seminario.
Los dos colgamos.
El mar todavía trae cuentas de vidrio azul

Esta mañana, me he levantado y he
salido a pasear. Tan temprano que casi estaba
oscuro todavía. He ido hacia la playa y
he visto un hombre junto al mar y como
el cielo se cubría poco a poco de claridad.
Tanta belleza que, durante un instante, me he
olvidado de que ya no espero nada.
Le he saludado y he seguido mi camino
por la arena, pisando las conchas, las algas y he
encontrado una cuenta de vidrio azul. He pensado
en guardarla y dártela luego, cuando te despiertes.
Ahora he vuelto a casa. El día comienza y estoy
frente a la ventana con una taza de café. Aún
duermes. La cuenta de vidrio en la mesa, esperándote.
La sonrisa de mi padre

Jamás tan cerca arremetió lo lejos. – César Vallejo

A las 6,30 de la mañana, en la cocina,
miro una vieja fotografía de mi padre.
Jirones de niebla pasan
tras la ventana
y muy lejano, como un rumor
se oye volar un avión.
La fotografía es de 1974,
de cuando era joven, y aparece con
una enorme sonrisa,
montado en un pequeño ciclomotor
reluciente.
Viste vaqueros y una camisa
de cuadros, barba de varios días y el
pelo le cae sobre la espalda
en una coleta.
Parece realmente feliz, dejó esa
sonrisa para la posteridad.
Me levanto
y apago el televisor que he dejado
encendido toda la noche,
viendo canales pornográficos y
la tele tienda.
Y pienso ahora en veinte años después,
la última vez que le vi,
cuando nos encontramos
en una estación de tren
y apenas
teníamos nada que decirnos.
Hablamos de
su matrimonio fracasado, de su
frustrado intento de
publicar un libro de poemas y de
lo maravilloso que era estar por fin sobrio.
Y me pidió perdón por aquella
vez en la que estando borracho, estuvo
a punto de matarme a golpes.
Recuerdo que tenía la
mirada extraviada, la cara hinchada
y los andares rígidos, como
un robot y había perdido dos dientes.
Luego nos despedimos y dos meses
más tarde me enteré de que murió en una caravana
de alquiler, en el mismo
pueblo en que había nacido.
No sé quien pagó los gastos del entierro
pero un vecino suyo me envió todos sus poemas
y algunos hablaban de mí o de mi madre o de
la bebida.
La sonrisa de la fotografía ahora
parece muy lejana, como difuminada, pero
me sirve para recordar que alguna vez
él también fue feliz.
La guardo en un sobre
junto a las facturas sin pagar,
y me voy a la cama vacía
en una casa vacía donde
solo se oye el murmullo de la
derrota, el hambre y el tic-tac de un reloj.